Un libro que, en principio, podría estar ambientado en cualquier época del último siglo. Una familia que por descanso y cuestiones laborales -que nunca suceden en abstracto, sino que conllevan sensaciones y emociones, conflictos personales y maritales- se muda un tiempo breve al campo para descansar, desconectar.
Cuenta la historia de una mujer y su hija. En torno a ella, otra mujer y su hijo, vecina de la casa de campo que alquilaron. Y dos hombres que están y, a la vez, no. Una mujer de la ciudad que viaja al campo con su hija y se encuentra con una vecina que tiene un hijo. Dos madres y dos hombres de los que no se sabe mucho. Uno cría caballos y el otro trabaja, se demora en la ciudad. Carla y David, la madre y el niño locales. Amanda y Nina, las de la ciudad.
Pero aunque pueda parecer, en parte de su argumento, atemporal, es una historia netamente actual. Es una historia que necesita ser contada ahora y por eso todo lo que se cuenta en ella tiene algo de urgente, aunque habla de un problema que no es nada nuevo. La novela se construye con un diálogo entre un niño y esa madre viajera, al estilo de las novelas sin narrador de Puig. Como en un arroyo, en la novela corren el peligro y la magia que acechan también la realidad. Ese discurrir -no termina de quedar claro- puede darse en el plano de lo real o en el plano de la conciencia de Amanda, de la misma forma lo que circula en su cuerpo y la aleja del presente.
El relato por momentos desespera. Hay una especie de súplica angustiante de una madre que repasa en su memoria todo lo que sucedió en los últimos días para poder entender qué pasa con ella y qué pasa con su hija. En ese diálogo que estructura la novela, la voz de David parece calma, pero guía a Amanda en un camino que se entiende como dificultoso, empantanado, intransitable. Hay algo que las está enfermando a Nina y a ella. Dolores, fiebres, sudoración. David lo describe como gusanos y Amanda no puede verlos ni entender de qué se trata. Pero en ese diálogo se muestra que hay algo que invade los cuerpos, la carne.
Nos enteramos así que David ya vivió lo que están viviendo ellas y por eso intenta guiarla a través de ese diálogo. Carla le contó hace unos días que su hijo se había enfermado y que casi muere, y que todo paso por un caballo que se escapó y tomó agua de un arroyo, y que allí David se había puesto a jugar en los charcos de agua y barro que había al lado. El caballo murió y a David lo llevó en balsa hasta la casa verde, en donde había una curandera que pudo conservar el cuerpo de David, pero a costo de transmigrar parte de su alma.
«Son como gusanos» y «eso no es importante» son las frases que como una aguja penetran y confeccionan el relato guiado por David. Son el hilo de la búsqueda para Amanda que agoniza y para lxs lectores que pierden el aliento al leer, también sin entender hasta las últimas páginas.
Nos enteramos también de lo que significa el título de la novela. Es distancia, espacial y temporal, que aleja a la madre de su hija, y el cálculo de la forma y el tiempo necesario para salvarla, aparece en el relato. Un hilo que se tensa y destensa. La «distancia de rescate» es, por ejemplo, lo que ella tardaría en llegar a la pileta, si la niña se cae. Y esa ilusión de seguridad maternal es lo que aparece borroneado a lo largo de las páginas de la obra.
Samanta Schweblin es considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas de la literatura argentina y latinoamericana.Es autora además de la novela Kentukis (2018) y los cuentos El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015).
La novela podría relacionarse con la impronta del realismo mágico latinoamericano. Relatos en los que los planos de la realidad objetiva son porosos y permiten la filtración de elementos mágicos, maravillosos, sobrenaturales, ancestrales. Ponen a la razón occidental y positivista en suspenso. Los «gusanos» de David son algo que efectivamente infecta la tierra, el agua, la carne, los tallos, las hojas, los frutos. Gusanos es el término que usa David para nombrar lo que no entiende. Y en el relato se revela el significado.
Carla trabaja en un campo, como administrativa, y cuando van a verla -Amanda y Nina- hay un camión con hombres que descargan bidones de pesticida y eso es lo que está invadiendo sus cuerpos. El cruce entre lo real y lo mágico no sea da solamente en la mente y en el lenguaje del niño. También se da en la figura de la curandera de la casa verde. Una mujer que ayuda, a veces, a la gente que no llegar a ir a la salita o al hospital. Y en esa casa ocurre el ritual que salva a David.
«—Si mudábamos a tiempo el espíritu de David a otro cuerpo, entonces parte de la intoxicación se iba también con él. Dividida en dos cuerpos había chances de superarla. No era algo seguro, pero a veces funcionaba.» le cuenta Carla a Amanda. Esto es todo lo que se sabe sobre ese ritual y esa es la explicación para la distancia que siente Carla con su hijo, que ya no volverá a ser el mismo que antes.
En este cruce está la urgencia y la tragedia del relato. La urgencia del veneno corriendo en el torrente sanguíneo de la protagonista y su hija. La tragedia de un campo contaminado inconscientemente por hombres que bajan bidones y bidones de un camión para fumigar el trigo y la soja, y contaminar todo alrededor. No hay mayores especificaciones sobre el contenido de esos bidones ni el tipo de agroquímico que llevan, pero en ese momento de la lectura vuelven a la mente pasajes sobre grupos de niños que aparecen en la salita de primeros auxilios del lugar, niños con malformaciones evidentes, producto de la exposición que esas poblaciones tienen con los pesticidas.
El libro se complementa o se manifiesta de otro modo en la versión cinematográfica homónima, que cuenta con la participación de Samanta Schweblin como guionista. Lo visual aporta detalles y escenas que sin anticiparte, facilitan la interpretación. Vemos sin prestar atención planos de campos siendo fumigados, porque lamentablemente es una práctica habitual. Lo desfasado que logra mostrar Shweblin es que para la gente de ciudad es natural ver el uso de agroquímicos, pero no los resultados. La muerte del caballo, la intoxicación de David, las mutaciones o malformaciones de los niños es algo que impacta, despabila.
Finalmente el diálogo termina. Hay una voz y la protagonista se torna narradora del final de la historia. Aparece, por fin, su marido, el padre de Nina. Pero tampoco ve lo importante. Ni en su hija, ni en el marido de Carla, que tampoco tiene respuestas, ni en David, que se sube a su auto y ocupa el asiento de Nina. Maneja apurado a la ciudad, sin ver los campos fumigados, sin notar como el campo y la ciudad están cada vez más cerca, cada vez más perdidos, cada vez más contaminados. El campo -en su totalidad- dejó de ser un espacio limpio. Ya no serán posibles las novelas de principios del siglo XX en la que los personajes iban al campo para curarse, para limpiar el cuerpo, los pulmones y su sangre.
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