(El) Fuego camina conmigo

Escrito por:

Joaquin Wall

Es jueves 31 de enero. Hace dos días llegué al Bolsón después de pasar una semana en Bariloche, esperando el buen clima para salir a navegar con un grupo de amigos. Nuestro destino, el fondo del Brazo Tristeza, un día de mucho calor. Hace unos años atrás, navegamos este mismo brazo hasta el final. Una aventura única que todos ansiábamos repetir. Pero a mitad de camino, esta vez, noté que algo había cambiado. Un cerro entero se veía completamente diferente, no era verde ni frondoso, no era ya parte del clásico escenario de verano patagónico. Al contrario, parecía detenido en un otoño invernal, cubierto de tonos rojizos, marrones y negros. “Esto se prendió fuego todo”, dijo una de las tripulantes. Me detuve a observar como el agua del lago reflejaba una luz completamente diferente. Esta imagen, siempre tan hipnótica, ya no ofrecía esos reflejos turquesas y luminosos casi caribeños del Nahuel Huapi, sino que mezclaba en su suave oleaje tonalidades azules con otras negras, marrones, rojizas. 

La montaña

Ahora, en el Bolsón, un amigo local que me recibe me sugiere subir a pasar unos días en la montaña. No conozco esta red de refugios y el plan suena ideal. Sigue haciendo mucho calor y pasar varios días entre bosques, ríos y lagos me entusiasma. “Podes pasar varias noches arriba, es ideal para eso”, me dice, y esto es justo lo que necesito escuchar. Preparo así un bolso, algo de comida y frutas en una mochila liviana, y me dirijo a Wharton, puerta de entrada al circuito de refugios de montaña en el Área Natural Protegida Río Azul – Lago Escondido, también conocida como ANPRALE. Mi objetivo es llegar el primer día a El Retamal, un refugio a mitad de camino entre Wharton y Los Laguitos, mi destino final, el más lejano del circuito, donde espero poder pasar dos noches y recorrer sus famosos lagos. El camino es suave, la tierra está seca y el sol pega fuerte, pero en la mayoría del sendero el bosque frondoso regala una fresca sombra a quienes caminamos por debajo. Hay varios campings cercanos a Wharton, en diferentes lugares a lo largo del Río Azul, allí donde se forman pozones, o incluso una playita. El agua acumulada y su tonalidad extremadamente turquesa me recuerda al Río Manso, otro río de la región, no muy lejano.

Luego de un poco más de dos horas de caminata, con mucho calor, me detengo bajo el puente colgante que da acceso a otro refugio: La Tronconada. Allí se forma un pozón bellísimo y una pequeña playita, pero es una zona de paso y no hay gente. Me zambullo tres veces en el agua helada para confirmar que el sol y el viento caliente me secará enseguida, cada vez que vuelva a salir a la superficie. Entonces, luego de este paradisíaco refresco, retomo mi caminata, por un par de horas más, pasando por el más famoso refugio de todos, el Cajón del Azul. Desde su mirador, la escena es única. Me detengo a tomar unas fotos y videos, aunque como es común en estos casos, captar la belleza de estos escenarios nunca es posible, cualquiera sea la cámara o el lente con el que se lo intente. Ahora sí, falta poco para llegar a El Retamal, mis piernas lo sienten, y me entusiasma la idea de llegar a un lugar tranquilo, tomar unos mates bajo la sombra de algún árbol, al costado de un arroyo. Al llegar, la escena es bastante peculiar: un gran terreno parquizado con regadores y un pasto verde, recién cortado, que se extiende hasta un refugio de madera, de doble altura, con la clásica arquitectura de los refugios de montaña de esta zona.

La Playita, camino al Cajón del Azul. Foto: Joaquín Wall

Algunas personas recostadas sobre el parque, toman mate, o estiran sus cuerpos. Dejo mis cosas, recorro un poco, y me siento a tomar un café que he traído en un pequeño termo, mientras mi cuerpo se aclimata con esta escena. Después de un rato, finalmente, ingreso al refugio. En la cocina, dos grupos de mujeres se comparten experiencias de lo que han estado recorriendo. Pasando un corredor, del otro lado del refugio, encuentro una barra con información. Allí podré registrarme, pienso, y avisar que pernoctaré esta noche. Por dentro, se escucha una radio de comunicaciones encendida. En esta zona no hay señal de celular, ni tampoco wifi. Ese es, quizás, uno de sus principales atractivos. Entonces, aparece una joven refugiera, que me pregunta de dónde vengo, me pide mis datos, me dice que en un rato me indicarán donde puedo acomodar mi bolsa de dormir, y finalmente me pregunta “¿viste algo de fuego en el camino?”. Desconcertado, repasando mi itinerario, le digo que no. No he visto fuego más que el del sol abrasador que me ha acompañado toda la tarde, y en el dibujo de un cartel que indicaba, en alguna parte del camino, que estaba prohibido fumar caminando. Era una señal particular, que me había dejado pensando. Entonces la joven refugiera apunta con su brazo al horizonte, hacia el lado por donde había ingresado. Entre dos montañas, una nube gigante y aun blanca de humo fresco emergía del valle. “Nos están avisando por radio que hay fuego en los senderos”, me dice. “No tenemos mucha más información, pero por el momento es necesario que nadie salga del área del refugio”.

Foto: Joaquín Wall

Esta vez es en serio…

A partir de este momento, como en el plot twist de un thriller de acción, la escena cambió por completo. No en su imagen, ni en su sonido, pero una tensión invisible comenzó a teñir todo lo que volvía a observar. Los senderistas tirados en el césped ya no parecían tan relajados, las espontáneas conversaciones ahora acarreaban un tono de preocupación. Alguna gente más llegó a la barra de información, de pronto todos sabían algo que yo me acababa de enterar, y no sólo eso, ansiaban saber más. Mientras mis fantasías de pasar una semana en la montaña se esfumaban, la preocupación ajena intentaba hacerse lugar en mi propio cuerpo. ¿Nos quedaríamos ahí por mucho tiempo? ¿Venía esa montaña de fuego y humo hacia nosotros?

Pasamos la noche con relativa calma. El sonido de la radio se escuchaba de lejos, proveniente de un cuarto apartado sólo para quienes llevaban adelante el refugio, y el resto, en el salón principal, murmuraban al ritmo de un guiso con chorizo colorado, compartiendo hipótesis y teorías. Un grupo de mujeres se quedó jugando a los dados, y yo fui el primero en subir al piso de arriba para dormir. Me costó hacerlo, más que nada por el ruido del grupo que buscaba refugio ahora en el azar, evitando preocuparse de más por el acecho del fuego. En un fundido sonoro entre estas voces y unas voces matinales, dormí. Al despertar, escuché otros rumores y otras voces. Ya no eran puntos de dados, se hablaba de humo, de focos, de fuego. Parecía ser que la situación estaba mínimamente controlada, y que los focos se habían ido hacía un mallín. En particular, la buena noticia era que el fuego no estaba viniendo hacia nosotros. Con esta información me quedé un rato más recostado, hasta que finalmente bajé al jardín. El pasto seguía igual de verde y húmedo. Le pregunté a alguien si había llovido la noche anterior, porque creí escuchar el sonido del agua en algún momento. “Los regadores estuvieron prendidos toda la noche”, me dijo, con un tono particular, como si esto ocultara alguna estrategia oculta. Los refugieros, que ahora actuaban en grupo, se esforzaban hoy más que ayer en mantener la calma, y nos indicaban que debíamos quedarnos allí, que esperaban aún información para saber cómo avanzar con la evacuación, una nueva palabra, que, al menos yo, no había escuchado hasta ahora salir de sus bocas.

Pasamos la mañana en medio de un murmullo general, gente que iba y venía. Algunos de los senderistas se veían mucho más angustiados que otros. Preocupados o no, todos estábamos incomunicados. Desde el refugio nos informaron que habían enviado una lista con nuestros nombres para que nuestras familias supieran que estábamos a salvo allí. Me retiré entonces un rato al arroyo que corría a metros detrás del refugio, entendía que no había mucho que hacer, y preferí entregarme al murmullo del agua que a una catarata de hipótesis humanas. Al regresar a la gran explanada de césped, un par de horas después, noté que la montaña de humo había desaparecido del horizonte. Eso es una buena señal, pensé. Pocos minutos después, una de las refugieras salió y nos convocó a todos frente a la zona parquizada. “Nos acaban de informar que el camino está libre de fuego” dijo “Vamos a poder evacuarlos a todos. Preparen sus mochilas, saldremos en menos de una hora”. Entonces, en una reacción espontánea, cada quien fue en busca de sus cosas, a armar sus mochilas cancelando planes de comida en proceso o terminando de comer rápidamente lo que se estaba almorzando. Armé mi bolso, recogí unas medias secas que había lavado la noche anterior. El grupo entero se juntó en el medio del parque, y despidiéndose con un aplauso de los refugieros que se quedarían allí, comenzamos el descenso, guiados por uno de ellos.

Refugio El Retamal, mitad de camino entre Wharton y Los Laguitos. Foto: Joaquín Wall

El joven a cargo de este primer descenso avanzaba rápidamente, haciendo paradas estratégicas para esperar a juntar el grupo de nuevo, y así continuar. Éramos unas 70 personas. Con este mecanismo descendimos el primer tramo con bastante rapidez. En poco menos de una hora habíamos pasado El Cajón del Azul, que ya había sido evacuado en este tramo y finalmente llegamos a una de las pasarelas que cruzan el río. Allí nos detuvimos un tiempo más largo, a tomar agua y descansar. El humo ya comenzaba a apoderarse de la escena. Luego de unos diez o quince minutos, al retomar la marcha, noté que la estrategia de descenso era otra. Nuestro primer guía volvía a subir a El Retamal y una mujer de nuestro grupo, que estaba complicada de una rodilla, escoltada por una refugiera de otro refugio cercano, encabezaban y marcaban el ritmo de todo el grupo, deteniéndose con mucha más frecuencia. Esto no solo demoró bastante el descenso en el siguiente tramo, sino que provocó que el grupo se compactara mucho más, generando una enorme nube de polvo que nos envolvía y acompañaba a medida que avanzábamos, como una especie de ciempiés humano de mochileros y tierra seca.

Así descendimos lentamente por unos 40 minutos, hasta llegar a La Playita, uno de los últimos refugios antes de atravesar la zona incendiada. Allí nos esperaban ya listos todos los otros grupos de evacuados: unas 300 personas que habían bajado del Cajón del Azul, y otro tanto que habían pernoctado aquí y en los otros refugios cercanos como La Tronconada. De pronto, el ciempiés se había quintuplicado y el inicio y el fin de la formación excedían los límites de lo visible. Un agente militar de montaña empezó a recorrer la formación dando indicaciones. Vestía un traje camuflado y un casco que parecía incluir cierta tecnología de avanzada. Pidió que mantuviéramos la calma, que avancemos en conjunto y que preparemos alguna remera o algo para cubrir nuestras vías respiratorias. No faltaba mucho para atravesar la zona afectada, donde atravesaríamos un área cubierta de humo y cenizas. Entonces, retomamos el camino, a un paso constante.

Descenso de evacuados. Foto: Joaquín Wall

Lentamente los grupos se iban mezclando, y uno se reencontraba con personas que había visto en el ascenso, o, quienes ya estaban en la montaña hace algunos días, en paradas anteriores. De todas formas, era poco el murmullo, pues abrir la boca significaba tragar aún más humo y tierra de lo que era inevitable aspirar al respirar. El sol llegaba a nosotros con una tonalidad extremadamente naranja, pese a estar en lo más alto del cielo. Luego de una hora, llegamos a un punto en el que divisamos un fuego en el camino. Esto detuvo la marcha por un rato, el foco estaba justo al costado del sendero, y todo el bosque hacia nuestra izquierda humeaba. Mientras esperábamos que los comandantes de la evacuación determinaran cómo seguir, alguien en la fila propuso echar agua al fuego. “¿De las botellas?”, preguntó otro. Algunos rieron. Otra persona, lejos de reír, dijo que si no le dejaban pasar saldría corriendo, que sus hijos estaban abajo. Otra dijo, aún más enojada, que en momentos como estos debíamos más que nunca acatar las órdenes de quienes estaban a cargo del descenso. La situación era tensa, y estábamos, literalmente, entre brasas. Finalmente, los comandantes pidieron que formásemos una fila mucho más angosta, y así pasamos al costado de la gran llamarada, que seguía consumiendo un conjunto de árboles, camino a ser unos más de los miles, cientos de miles o millones de árboles que ya estaban carbonizados al costado del camino. Luego de esto, ya nada fue demasiado sorprendente.

Video: Joaquín Wall

Las cosas que perdimos en el fuego

La situación era de guerra, y era una guerra contra el fuego. Se veían nuevas zonas carbonizadas en cada curva, algunos cuatriciclos gigantes, más militares, bomberos. Nos estábamos acercando a Wharton y se notaba que había habido allí un gran operativo durante las últimas horas. Finalmente, llegamos a la última pasarela. Aquí podríamos cruzar solo en grupos de a dos. Primero que todo, cruzó la mujer con la rodilla complicada, arriba de un cuatriciclo militar gigante que milagrosamente encajaba en el ancho del puente – pasarela. Fue una imagen digna de Hollywood. Luego cruzamos el resto, a pie, de dos en dos. Al llegar del otro lado del río, un grupo de camionetas de la Secretaría de Ambiente y Cambio Climático de Río Negro nos esperaba para llevarnos de a grupos de a 10 hasta Wharton, que estaba aún a 2km de distancia. Alguien de mi grupo le preguntó al conductor cuántos viajes había hecho ya en el transcurso del día. “Ocho”, respondió. Al llegar a Wharton un operativo nos esperaba con frutas y agua, nos preguntaron nuestros nombres y de donde veníamos. Quienes habían llegado a Wharton en auto, estaban autorizados a buscarlos y volver por la ruta, que, recién nos enteramos, también se había incendiado la noche anterior, dando una de las imágenes registradas que más circularía por las redes sociales los días posteriores. El resto, podíamos subirnos a un colectivo que nos llevaría de regreso a El Bolsón. Esperamos un largo tiempo mientras el colectivo se llenaba lentamente. La última parte de la evacuación, por los cruces delimitados de las pasarelas y el traslado en las camionetas, hizo que el proceso fuese mucho más lento, a cuentagotas. De pronto, alguien dentro del colectivo comenzó a ver algo en el horizonte. En el bosque detrás del estacionamiento, a unos 500 metros de Wharton, comenzaba a prenderse un fuego. Un foco de fuego que parecía emerger de la nada, primero pequeño, después mediano, crecía a la velocidad de la luz en medio de un bosque no muy lejano. Los gritos lograron finalmente que algunas personas equipadas lo vieran y tomaran acción. Vimos cómo un grupo de hombres con machetes y algunas camionetas se dirigían corriendo hacia el foco, que ahora ya tenía unas 10 veces su tamaño. Había pasado un minuto, o quizás menos. El colectivo no dudó y arrancó, llevándonos de vuelta hacia la ciudad, sin antes atravesar la zona de Mallín Ahogado que linda con la ruta 40, verde de un lado, ceniza del otro. A nuestra izquierda, la vista desde la ruta era igual que ayer: un tupido bosque verde con algunas chacras. A la izquierda, una escena en blanco y negro, kilómetros de bosque carbonizado pasaba a toda velocidad a nuestro lado con eventuales montañas de escombros que ayer eran casas.

Dos días después, llevando provisiones y ayuda a esta misma zona, pasamos por el bosque frente al estacionamiento de Wharton. Estaba completamente quemado. 

Hoy sigue habiendo enormes focos prendidos en la zona, el fuego está fuera de control y sólo él conoce su camino.

Foto: Joaquín Wall

ANPRALE:
https://anprale.com/
https://www.instagram.com/a.n.p.r.a.l.e/
Asoc. Bomberos Voluntarios El Bolsón
Alias: MOTOR.TUNEL.PERA

09/02/25

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Joaquin Wall

Artista transmedia (A.T.A.M/U.N.A.), escultor (B.B.A./U.N.L.P.), director de fotografía (C.P.F./S.I.C.A.) y performer. Su trabajo, esencialmente híbrido y experimental, se basa en una variedad de medios, que incluyen performance, escultura, coreografía, video e instalación.

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