En el noroeste de la provincia de Córdoba, las abejas nativas –Plebeia molesta- nombradas por las comunidades rurales como quellas y también conocidas como meliponas, son un eslabón clave para los ecosistemas de esta región del Chaco Serrano. Su miel es utilizada por las y los pobladores como medicina desde hace mucho tiempo. Melisa Geisa, bióloga, docente e investigadora, comparte en esta nota su trabajo desde la conservación, la etnobiología y el análisis del polen de las mieles de esta pequeña abeja negra que no tiene aguijón.
En el centro de la Plaza Cacique Tulián de San Marcos Sierras, un poblado de no más de 3000 habitantes a unos 150 kilómetros al norte de la ciudad de Córdoba, es el encuentro acordado con mi entrevistada. Conocido por sus calles de tierra y la Fiesta Nacional de la Miel Serrana, este domingo en San Marcos el sol está clavado en medio de un cielo blanquecino. Me suena el celular. Un mensaje de whatsapp me aclara: voy a quedarme sin señal, nos vemos en las mesotas de ajedrez, frente a la heladería. Tengo jean y remera mangas largas negras. Falta un minuto para las 14:30 y la aclaración es de Melisa, con quien sólo intercambiamos algunos mensajes el año pasado, cuando los incendios forestales se llevaron más de 40 mil hectáreas de monte nativo en esta región de la provincia.

Centro geográfico y cultural de San Marcos Sierras, la plaza conocida con el nombre del cacique comechingón
que recuperara importantes extensiones de tierra que los nativos habían perdido en manos de los colonizadores.
Doy vueltas. Observo el final del otoño. Los colores serranos son una paleta de amarronados poco saturados alrededor del pueblo. Pienso en que no le dije cómo estaba vestida y dudo en que pueda reconocerme por la foto de perfil. Veo a una chica buscando algo o alguien por la plaza, le pregunto su nombre. Unos minutos más tarde, cerca de esas mesas que tienen el tablero de ajedrez tallado, nos vemos, justo después de que Melisa le preguntara a la misma chica su nombre y nos haya terminado reuniendo. El mundo analógico nos invade y toma la tarde.
Melisa es cordobesa y hace trece años que vive en San Marcos Sierras. Estudió biología y en su doctorado y posdoctorado, trabajó con abejas nativas sin aguijón, desde el laboratorio y la etnobiología, enfocada en el vínculo de las comunidades del noroeste de Córdoba, con las abejas nativas. Hoy, como tantos científicos, se quedó sin trabajo y su ingreso a carrera del Conicet quedó en suspenso. Sin embargo, continúa indagando y divulgando la importancia que tiene la conservación de este pequeño insecto -cuyo tamaño puede variar entre 2 y 4 milímetros-, para un ecosistema.
“Desde la etnobiología indagaba cómo se usaba, qué especies había y qué valor cultural aún tienen estas abejitas de tiempos ancestrales”, dice Melisa y despliega sus preguntas de investigación: si son medicina, si son alimento, cómo las cosechan, cómo las encuentran.

«Quella», «abejita de la miel rosada», «de la miel del palo», «vira-vira» o «abejita negra«.
Melipona, es el nombre más popular para todas las abejas sin aguijón de Argentina, pero así no las nombran las comunidades campesinas del noroeste cordobés: Quella, es la palabra que sale entre los pobladores para identificarla. Melisa buscó esa raíz, para intentar entender de dónde viene el vocablo que nadie le supo responder. Lo más parecido que encontró fue un significado en quechua: perezoso, lento y ahí le hizo sentido con el trabajo de estas abejas que apenas se ven. “La gente habla de que producen poca miel y salen más tarde que las otras. Las características que se describen coinciden, pero no sabemos”.
“Recordamos antes de poder nombrar. Hay un mundo de sentidos anterior a las palabras, a la razón, al tiempo”, dice la escritora Clara Obligado. De esas emociones que preceden al lenguaje, también devienen las palabras. Como abeja nativa del límite más austral de su distribución, de la franja neo tropical del mundo, quella sea quizás la memoria de la especie.
Habitan una franja subtropical, de 40° latitud sur a 40° latitud norte, aproximadamente. En Argentina, se las puede encontrar por las provincias de San Luis, Catamarca, Chaco, Formosa, La Rioja, Salta, Santiago del Estero, Tucumán y Córdoba. La historia de estas meliponas tiene los años del monte. El de ahora, el de antes y el de más atrás. Desde los registros que hizo Melisa, hay un relato oral que evidencia cómo las comunidades de esta zona “la conocen desde siempre”. Incluso, en los archivos históricos de los jesuitas, “se la nombra como forma de intercambio”.
En la estancia jesuítica de Jesús María, está lleno de nidos: “Las colonias son perennes, lo que cambian son las reinas, a lo mejor son abejas cuyo origen es del 1700. Es lindo imaginar que sean nidos que permanezcan desde que se construyó aquel muro”, dice Melisa ya no tan asombrada de nombrar no solamente lo que es, sino lo que fue hace mucho tiempo atrás, una especie de una memoria tan antigua como la humanidad.
Esta abeja nativa tiene su mayor diversidad en Latinoamérica, donde se concentra el 70% de las especies. En Córdoba son 2 las especies nativas sin aguijón, 38 en Argentina, de las cuales, “entre 14 y 18, tienen importancia cultural y se aprovechan sus productos”, explica.
La miel que producen es una de las preferidas por su sabor. Melisa la describe muy dulce, intensa y fluida y que por lo general no cristaliza, es decir, queda en su estado más líquido. De un color entre rojo vino y rosado, que va variando -por los análisis que pudo hacer- según la zona donde se la coseche.
De clarito hasta negra. La misma diversidad en colores y texturas que se detecta en la miel que produce la abeja europea, apis mellífera, la que se usa para la apicultura, se ve en las nativas. Pero hay un olor distinto: se huele a monte.
“Estudiamos cuáles eran las mieles que se producían en el noroeste de Córdoba: en el bosque de llanura, serrano y del peri salar”, todo para el lado oeste de la provincia. En su recorrido por esta región, se encontró con muchas familias que en las propias casas hacen un manejo rústico. “En las ventanas de sus viviendas, niños y hasta personas mayores que habían quedado con alguna invalidez de movilidad, dejaron de ir al apiario y pasaron a ser melicultores en sus casas”.
Las abejas nativas son un rastro en el aire que apenas se distingue. Vuelan hasta 500 metros y son más chicas que un grano de café. Su vuelo delimita el marco de su propio cielo. “Entran en todas las flores. Co-evolucionaron con el bosque nativo y tienen millones de años”, dice Melisa, y ahí en esa casi simbiosis se pueden encontrar sus nidos silvestres colgados de los árboles más añejos. El bosque coevolucionó con la abeja y la abeja con el bosque. Tienen un lenguaje propio de aromas, de tiempos de liberación del néctar, de abrir la flor: “siempre que tengas una abeja nativa en tu jardín, va haber más frutos. Hay una cantidad de semillas por fruto que aumenta, por ser un polinizador silvestre”.
Instalar estas abejas nativas en huertas agreoecológicas para analizar el efecto de este polinizador en la cantidad de frutos y semillas, es parte de su proyecto pos doctoral. Hasta ahora, los ensayos que se han realizado con la rúcula, han demostrado que la presencia de meliponas duplica la cantidad de semillas en los frutos.
El día gira sin dejar de mirar la tierra. La noche hundida, curvada sobre los bordes de lo que sucede. Una cantidad de arbustos y árboles forman hileras discontinuas. Al sol siguiente, sobre un antiguo quebracho -quizás-, aparece un nido que toma la forma del espacio pre existente. Se sostiene colgado en la piel dura de su tronco, como si ahí estuviera el corazón del monte partiendo el paisaje en dos. “No existe un tamaño fijo para sus nidos, todo depende del lugar que habitan, el clima y el sustrato”.

Nido sobre tronco de quebracho en la Plaza Cacique Tulián. Foto: M. Eugenia Marengo
Hay en lo casi imperceptible un mensaje cifrado. Melisa levanta la vista y mira la montaña, dice que ahí entre las piedras y los árboles a lo alto, hay nidos. “Ves lo quemado, no tienen posibilidades de escapar, mueren en su propio nido”.
En bosques maduros, de buen estado de conservación, puede haber uno o dos nidos por hectáreas. En esta zona se quemaron 40 mil hectáreas, y hace un número de lo que no va a volver. “Porque para regresar, van haciendo de a 500 metros, desde los bordes que no se quemaron. Les llevaría muchas temporadas volver a habitar ese lugar”, asegura con la impotencia en la certeza de sentir que se perdió un corazón de bosque milenario.
Sin embargo, hoy gracias a la investigación, Melisa junto a un equipo de mujeres del laboratorio del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria -INTA- de Manfredi de Córdoba, descubrieron que estas abejas tienen un valor medicinal y alimenticio, pero también simbólico: “son parte del patrimonio de la cultura de las comunidades campesinas del noroeste de Córdoba y sin embargo, no están tan valorizadas, como la apis mellífera que es la que se produce de forma industrial. Este es un uso más cultural”.
En los poblados rurales hay un interés en el manejo y la conservación de estas abejas, porque identifican que en el monte cada vez hay menos. Este pequeño polinizador es muy sensible al agroquímico y el avance de la desforestación, también ha influenciado en la reducción de nidos. Por eso, las comunidades campesinas conservan a las quellas en cajas cuando encuentran algún nido en un palo seco o en riesgo. “Acá se te muere la reina y no comprás otra. Hay que tener en cuenta que la dinámica de la colonia, actúa como un individuo. No hay un mercado de estas abejitas en Argentina”.
En San Marcos Sierras, un lugar que además se caracteriza por la pureza de todas las mieles, hay familias que conservan en cajas estas abejas desde hace más de 40 años y no siempre las cosechan: “son un legado, un buen augurio”.
Existen modelos de cajas rústicas que han sido diseñadas desde el INTA de Cruz del Eje, y poco a poco se está impulsando la meliponicultura, una “forma de producción conservando”. En esa transición -de ir a ese paso más productivo, pero sustentable- se encuentra la provincia de Córdoba.

Cajas tecnificadas en huertas agroecológicas.
Del monte al laboratorio
Para poder abordar en profundidad los beneficios que tiene este pequeño y fundamental polinizador en la vida, Melisa trabaja junto a otras colegas. Le preocupa que en el contexto actual, se pierdan las líneas de investigación que se vienen llevando desde hace una década. Forma parte del laboratorio de etnobiología y desarrollo local de la Universidad Nacional de Misiones.
Desde Córdoba y en el laboratorio, se especializa en el origen floral, estudia las mieles para saber qué flores visitan las abejas. A partir de las diversas sedes y áreas de investigación del INTA, perteneciente a Famaillá, Delta, Castelar y Cruz del Eje, relevaron análisis fitoquímicos, sensoriales y los de origen floral.
Como en la cata de vino, existen ruedas de aromas de mieles para clasificar su sabor, olor y consistencia con parámetros estandarizados que se adaptaron a las meliponas. “Se hizo un panel de expertos, para poder identificar los parámetros de cada miel. Esa miel tiene que ser predominante de una especie”. El resultado: “las abejas chiquitas visitan hasta 69 tipos de plantas en el monte. Entonces en una miel, puede haber 69 tipos de plantas”. Esto es lo que hace Melisa en su investigación, detectar los tipos de plantas a partir del análisis del polen que hay en la miel.
Pero para definir el tipo de miel -de cualquier especie- no sólo basta con el laboratorio. “El apicultor es un lector del paisaje”, dice Melisa. Esa costumbre de observar la naturaleza, detenerse en el tiempo mágico que genera cambios vitales en un ecosistema. Sus ciclos. Su comportamiento. Su equilibrio y lo que lo quiebra.
“Se vuelve un experto de todo el sistema -continúa-, cuando hace la cosecha diferenciada, ve que empieza la floración de algarrobo, corta la floración, cosecha y te da esa miel, y te dice: esta es de algarrobo”, así el apicultor ya sabe todos los años como es la miel de algarrobo. De un color ámbar extra claro y un aroma a pasas, la clasificación se termina de corroborar en el laboratorio, donde el análisis de la miel debe dar más del 45% del polen de algarrobo.
En el noroeste de Córdoba se logra obtener miel de hasta un 90% de la misma especie. A esas mieles se les puede hacer la tipificación sensorial. “Hicimos eso con las meliponas. Lo concreto es que sabemos el valor que tiene para la comunidad, y que existe un interés por querer cosecharlas, mantenerlas y criarlas”.
En los análisis pudieron dar cuenta que ellas son polinizadoras de todos los estratos del bosque, “desde la planta más chiquita, al árbol más grande, y la epífita que crece arriba del árbol: son polinizadores de excelencia”, resalta Melisa y explica la importancia que tiene el polen por su valor proteico. El monte es su jardín y la diversidad floral es clave. “Cuanto más diversidad de polen, más fortaleza, defensa e inmunidad en las crías”.
Con un equipo de mujeres del laboratorio del INTA de Manfredi, Córdoba, pudieron establecer la calidad físico química de estas mieles, para incorporarlas al código alimentario argentino. “El código sólo reconoce la miel de apis. De las 38 especies de meliponas, 14 son usadas, pero para nuestra máxima norma de administración no están registradas, entonces no se puede producir ni vender. Hay un gris legal, que muchos estamos intentando ir destrabando para hacer normativas adecuadas”.
Después de muchos estudios, en el año 2019 se pudo incorporar en el código alimenticio la miel de Yatay, que proviene del norte de Argentina. Ahora están intentando impulsar que agreguen la miel de abejas sin aguijón, ya que los resultados de los análisis demuestran una excelente calidad. “Hay parámetros que se pueden vincular con el poder medicinal que le atribuyen los campesinos: mayor acidez, mayor cantidad de contenido fenólico, que pueden estar expresando esos beneficios para la salud con el uso para heridas, cicatrices, y afecciones respiratorias y en la vista”. Tienen propiedades que son únicas entre las abejas, por eso desde los equipos que indagan en esta miel, insisten en que no está bien ajustarse al mismo código alimentario que pertenece a la abeja apis mellíferas. “Todas las mieles que analizamos y hemos cosechado, dan los mismos resultados. Esto habla, de que hay un origen en la miel, además del floral, entomológico (vinculado a los insectos)”, -explica Melisa- y agrega que es de una calidad única, y sin ningún patógeno que pueda hacer algo.
Esta abeja tiene una particularidad: se acerca a las personas y a los animales para succionar el sudor de la piel. Y eso generaba una pregunta recurrente en el campesino, ¿ese sudor podría ir a la miel? A partir de esa duda, se analizó en las mieles silvestres si había presencia del estafilococus, -la bacteria más común de la piel- y pudieron comprobar su ausencia y que no existe contaminación cruzada.
De la arquitectura del monte a la arquitectura del pueblo
Hace unas semanas el frío es una señal de los días más cortos, del sol que se aleja, del invierno por venir. Las meliponas se resguardan y sellan sus nidos, que han aparecido en varios lugares del pueblo. En la plaza Cacique Tulián, sobre troncos ornamentales, unos pequeños orificios cerrados ya hace un tiempo que se protegen del invierno.



Cerca del río San Marcos, sobre las pasarelas del puente que lo atraviesa, una serie de agujeritos perviven desde el tiempo -quizás- de su construcción. Fotos: M. Eugenia Marengo
Entre las grietas de unas piedras en una zona de morteros, estas abejitas han hecho su nido tomando la forma de la cavidad. Sobre un gran muro que rodea un hotel, se piensa que hay miles de nidos entre las paredes reproducidos a lo largo y ancho del cemento añejo que circunda al lugar.


Antiguo paredón con nidos y nidos entre las cavidades de la piedra en zona de morteros. Fotos: M. Eugenia Marengo
Ya no se ven, han sellado sus nidos y permanecen donde hay abrigo. Estos son los nidos madres y no hay que tocarlos. Para Melisa es fundamental que se marquen los sitios públicos para permitir la nidificación permanente de la colonia.
La conservación de esta especie tiene que ver con un trabajo de divulgación, no sólo en el ámbito académico, sino en los municipios, escuelas, aserradores y la comunidad en general. En la zona hay dos Fundaciones, una en Pinto y otra en San Carlos Minas, donde también han incorporado la conservación junto al turismo y la educación ambiental. “Hace diez años que rescato nidos”, dice Melisa y cuenta cómo a lo largo de esta década ya tiene establecido un circuito entre los aserraderos de Cruz del Eje, Huerta Grande, Pocho y Jesús María, desde donde la llaman cuando llega un tronco con nido. Una vez que lo localizan lo trasladan hacia alguna de las Fundaciones o en su campo que está en proceso de convertirse en un centro de rescate y conservación.

Nido rescatado de un aserradero
El relato se hace de la tarde. Atravesamos un camino que viene con el canto antiguo de los pájaros, ese tiempo que reúne a las casas con el monte: el aire se enfría y la montaña que anuncia al viento, arrastra la polvareda y nubla hasta las sombras. Melisa registra los nidos en San Marcos y dice que cada vez hay más en zonas urbanas. Para ella, eso es un indicio y menciona a la bióloga Carolina Levis, que estudia lo que denomina puntos de esperanza socioecológicos: “De repente, si las comunidades nos propusiéramos una forma de vida con las especies, podríamos ser esos puntos de esperanza”. Y piensa en el aguará guazú, el puma o el oso melero de estos territorios, algo de esas especies que está borrando esas barreras entre lo urbano y lo rural. Se resecan los labios, las manos, la cara y el mismo suelo que sostiene todo lo que se ve. La belleza es desordenada. Los árboles guardan los pájaros y en una esquina del pueblo de las calles color canela, nos despedimos. Quizás en la justa confluencia que trasciende la barrera entre las especies y convierte a este pequeño mundo en el aroma dulce de un gran jardín discontinuo que alimente a las quellas para siempre.